
AGATA NOIR
Hace poco un gran escritor chileno, Carlos Tromben me ofreció el único trabajo decente que he tenido este verano: escribir un cuento policial. Mi ausencia se debe un poco a eso. Creo que el suspenso sólo funciona por cucharadas. Acá van las primeras páginas de mi cuento, aún sin título.
De esta ciudad no sales igual a cómo entraste.
Luego de pronunciar estas palabras el detective Maretti empinó su vaso de negroni y cerró los ojos. Ya era la cuarta vez que repetía el mismo ritual. Hablaba, tomaba un sorbo de su trago, y descansaba. Mientras tanto yo jugaba a doblar una servilleta y me preguntaba si este hombre canoso, de contextura frágil y dientes postizos no sería el gurú que secretamente había estado buscando desde mi llegada a Nueva York.
Las circunstancias que nos ligaban, sin embargo no eran precisamente “espirituales”: había una muerte de por medio, un verano sofocante de 47 grados y el pequeño Elio, diciéndome please don’t go!
Cuando Maretti volvió a clavarme sus pupilas, no tuvo que decirme nada más para convencerme.
Salimos de Giando, el restaurant a orillas del East River donde me había citado, olvidando que afuera aún era de día. Al verme encandilada por la luz, me pasó gentilmente su sombrero y me dijo que se lo devolviera en la agencia.
-¿A qué hora empiezo a trabajar? –le pregunté.
-Llegue cuando se sienta despierta-murmuró con su acento italo-americano-, no me importa la hora. Y váyase cuando se sienta cansada, tampoco me importa la hora.
Mi último trabajo “profesional” había sido en una corporación farmacéutica de midtown. Traducía al español, francés e italiano instrucciones sobre remedios que nadie lee y se van directamente al tacho de la basura. Tipiaba cosas como “si usted está embarazada absténgase de tomar esta cápsula”, y al mismo tiempo postulaba a un puesto de interprete en Naciones Unidas que ya me habían rechazado otras veces (“La señorita Blanchet domina perfectamente los idiomas, pero tartamudea severamente en los auditorios”)
Luego de renunciar a la corporación farmacéutica, pasé dos meses encerrada en mi nuevo departamento en Greenpoint, un barrio polaco, más barato y popular que la vecina Williamsburg. Corregía tesis de estudiantes extranjeros con buen dominio (pero no excelente) del inglés. Me pagaban cash, casi siempre en cuotas y rara vez a tiempo. No me importaba. Al menos, oxigenaba mi cerebro leyendo tratados sobre la deshielamiento de la Antártica, la masacre de los Cataros del siglo XII o poetas musulmanes gays en exilio. Me alimentaba de alfalfa, pieroggi y un sauvignon blanco neocelandés de 5 dólares y en vez de comprarme discos, escuchaba una radio online gratis todo el día. Sin embargo, bastaba que pisara Manhattan, para darme cuenta de que era pobre. En pleno agosto ni siquiera podía darme el lujo de tener ese aire acondicionado que necesitaba para trabajar. Sabía cómo ganar dinero rápido en Nueva York. En cuatro años había sido mesera, pintora de interiores, cuidadora de perros y baby sitter, una etapa superada a la que sin embargo recaía de vez en cuando. A veces era el aquiler. Otras sólo las ganas de elevar mi poder de consumo; más vinilos en mi colección, un sale de HyM, un despilfarro de comida gourmet. Ahora el aire acondicionado. Hacían 47 grados y la ciudad se declaraba en emergencia. Recomendaban tomar cuatro litros de agua al día. No moverse entre la 1 y las 4 de la tarde. No exageraban: bastaba que tecleara en el computador para sentir que venía de correr una maratón. Dejé reposando mi torre de tesis pendientes y revisé los anuncios de ofertas de trabajos del sitio web craiglist .
Sin dudarlo, anoté el número de Elio Rocamadour, un niño de 4 años que buscaba urgentemente una babysitter por dos semanas. Elio tenía tres cosas a su favor: era francés, vivía en Chinatown y pagaban 12 dólares la hora. Aunque mis anteriores babysitting a niños americanos me reportaban hasta el doble de dinero, no soportaba tener que ponerme guantes de plásticos para echarle un pedazo de jamón a un sándwich, o fumar a escondidas de esas madres del Upper East side que luego me descueraban a la hora del happy hour con sus amigas (pero terminaban perdonándome porque hablaba cinco idiomas y parecía una chica bien). Llamé. Me dieron un día de prueba. Con tres jornadas de trabajo, calculé, me alcanzaba para el aire acondicionado y algo más.