Monday, September 18, 2006


AGATA NOIR, PARTE II

(El cuento policial que me encargaron, al fin tiene un nombre, La galleta de la suerte)
Continua asi....

Tomé mi bicicleta y pedaleé hasta Chinatown. Hacía meses que no me movía de mi escritorio y al cruzar el puente de Williamsburg quedé estrujada. El departamento de Elio quedaba en el último piso de un edificio amarillo aplastado entre puestos de comercio chino y tiendas de radios robadas. Más allá se encontraban las pescaderías más baratas de la ciudad y la estatua de un inmenso buda, que más de una vez había visitado.
-¿Habla usted francés?-me preguntó su papá, Henry Rocamadour, durante nuestra
Primera entrevista. Al verme entrar, Elio se escondió debajo de la mesa de la cocina.
-No-vacilé. El hecho de que fuera una traductora profesional me daba un plus sobre mis colegas latinas, la mayoría de la sierra peruana o el campo mexicano. Pero estaba harta de sentirme como otra intelectual devaluada de la gran manzana. Necesita el dinero tanto o más que cualquiera.
-No importa. Hablamos mucho francés en la casa, demasiado tal vez. Quiero que Elio aprenda español.
-¿Y él quiere?-me atreví a preguntar.
-No lo sé. ¿Por qué?
-Porque los idiomas se aprenden por gusto, es como el chocolate, si te lo dan a la fuerza hostiga.
-Bueno, averígüelo usted. Ya va salir de su escondite...siempre hace lo mismo con las nuevas babysitters, no es nada personal. Venga, le voy a mostrar su habitación.
Lo seguí. La casi totalidad de los 200 metros cuadrado del loft era un enjambre de fotografías, carpetas, papeles, luces y asuntos artísticos- laborales de Henry. “Hago foto-arte”, me contó sin que yo manifestara demasiado entusiasmo. Nueva York estaba plagado de artistas y ya no me despertaban la misma curiosidad que al principio. Con el tiempo, la mayoría de los seres sensibles y arriesgados que conocía se habían convertido en animales ambiciosos y oportunistas. At the end it was all about fame.
A un costado de la única mesa vacía del departamento, brillaba la silueta de un violín. No recuerdo si siempre brillaba, pero ese primer día en que lo vi, la luz se filtraba desde el norte de Manhattan, a través de los techos, hasta rebotar en sus cuerdas como si fueran la escama de un pez. Henry se percató de mi súbito interés.
-¡Ah, el violín! Era de su madre. Marianne estudió en el conservatorio de Paris y luego en Julliard –dijo guardando el instrumento en su caja-. Le he dicho mil veces a Elio que no lo saque de ahí. Elio, pour quoi tu fait ca ? -gritó.
Luego de un breve silencio, encendió un cigarro y sus ojos verdes, difuminados, se petrificaron sobre su cara blanca, casi transparente. Eso, más una barba perfectamente rasada le daban un aire monacal y algo intimidante.
-Mi mujer hizo sus maletas en abril pasado. Me dejó.
Bajé la vista incómoda.
-Debe ser duro criar un hijo solo acá-murmuré.
Henry quedó escondido en una nube de humo y agachó levemente la cabeza.
-Es peor vivir con alguien que no te quiere. Se enamoró de un chico de 24 años, un concertista. Venía a comer a la casa. Un inglés. Te dicen gracias por la maravillosa cena y luego de clavan el cuchillo por la espalda.
Me impresionó que me revelara tantos detalles sobre su vida, pero los tomé como una prueba de su confianza, o una catarsis de su pena, o esa manía francesas de hablar de las cosas de manera cartesiana, como si hubiera lógica en todo, incluso en lo más penoso.
-¿Dónde está la pieza de Elio?-cambié de tema.
Henry corrió una especie de cortina de terciopelo azul instalada en la mitad del living y entonces vi su cama. Un pequeño colchón a maltraer con algunos juguetes de madera a su alrededor: una locomotora, una Torre Eiffel y una regla.
Mi rutina de baby sitter consistía en sacar a Elio de su casa tres veces a la semana, de 12 a 6 de la tarde. Nos programábamos paseos que nunca cumplíamos y sin quererlo, terminábamos dando vueltas alrededor de la misma manzana, mirando los barcos a orillas del río Hudson o tomando helado de litchi en Chinatown Ice Cream Factory. Si el calor se hacía insoportable nos encerrábamos en el cine Sunshine en Houston street, donde, si eras más vivo que los boleteros (la mayoría estudiantes con I-pod), podías ver una película por el precio de una. Nunca salíamos de downtown y no teníamos idea cómo transcurría el verano arriba de la calle 14.
Al cabo de varios días juntos, Elio ya no me miraba con desconfianza y yo tampoco lo miraba como “otro niño más que mi vida ratona me obliga a cuidar”. Era especialmente bajo para sus cuatro años, y su piel dorada –seguramente genes maternos- y sus rulitos desordenados me recordaban un oso peluche que tenía cuando chica y había perdido en una playa.
-¿Quieres casarte conmigo? –me preguntó Elio pasándose la lengua por los labios llenos de helado.
-¿Casarme contigo? –por poco no tartamudeo. Miré la mesa de al lado: una pareja de adolescentes chinos se miraban fijamente sin decir nada. El ventilador del techo desordenaba levemente sus pelos-. Feliz, pero con una condición.
-¿Cuál?
-Tienes que quedarte chico para siempre.
-No, yo quiero crecer y ser grande como tú y mi mamá.
Le dimos un mordisco a nuestros conos. Vi entrar un hombre anciano, el único occidental del local, aparte de nosotros. Llevaba un sombrero de paja, una camisa con manga corta a cuadrillé y pantalones de lino azules. Se sentó en la mesa contigua a la muestra y se puso a leer el New York Post sin pedir nada. El titular anunciaba que habían encontrado el asesino de Jena Benet, la niñita que había sido estrangulada y violada, la noche de Navidad en su casa, 10 años atrás.
-¿La ves de vez en cuando, a tu mamá?
-Mmmm no, ella se fue de viaje.
-¿A dónde?
El litchi terminó de derretirse en mi estómago cubriendo sus paredes de una exquisita sensación de frescura, entre floral y marina.
-No sé.
-¿Pero hablan por teléfono?-Elio empezó agitar los pies debajo de la mesa-. ¿Sí? ¿No? Qué pie dice sí, ¿éste? –lo tomé por el tobillo. Elio soltó una risita tras la cual me admitió lo que ya intuía.
-Mi mamá nunca me llama.
-¿Por qué no la llamas tú?
-No tengo su número. ¿Tú lo sabes?
Una cosa era que Marianne hubiera dejado a su marido, pero otra que no se comunicara con su hijo. De pronto pude ver a Elio adolescente, deambulando igual que otros chicos por Manhattan, conscientes de que habían sido felices demasiado poco tiempo en su infancia. Me di cuenta también que era esa misma sensación de abandono que irradiaba, la que me hacía consentirlo en todo, o casi todo. Quería una Fortune cookie y me paré a pedírsela al mostrador, sabiendo que antes de comida tenía prohibido llenarse el estómago con tanto dulce. Cuando volví con su galleta de la suerte le dije:
-Mejor yo me achico como tú y luego nos casamos.
-Depende ¿Cómo eras cuando chica?
-Rara. La gente me daba miedo. Mi único amigo era un osito.
-¿Lo tienes? ¿Tu osito?
Sonó mi celular. Era Henry. “Saldré a escuchar jazz esta noche”, vociferó en medio del tráfico. Me preguntó si podía cuidar a Elio. No tenía ningún otro plan. Acepté.
-Vamos, tu papá no está esperando.
En vez de comerse la galleta, Elio la guardó en el bolsillo exterior de su mochilita.

(to be continued...)

4 Comments:

Anonymous Anonymous said...

je fais, tu fais, il fait, nous faisons, vous faites ils font...

12:29 PM  
Blogger nadie said...

H.Rocamadour
me acordé de Horacio

11:53 AM  
Blogger Rodolfo García said...

siempre una pluma tan ágil...
nice
:-)

12:22 AM  
Blogger viruxgirl said...

pleaseeeeeeeeee
i need more

5:21 AM  

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