Friday, October 27, 2006


AGATA NOIR V

A diferencia de los niños gringos que había conocido, no le tenía miedo al tacto.
El resto de la tarde se entretuvo excavando un hoyo con otros niños y yo revisé la tesis del estudiante de psiquiatría. Todavía no llegaba a la mitad, pero el tipo ya anunciaba que los hombres iban a terminar comiéndose los unos a los otros.
Cuando despegué la vista del manuscrito, todo lo que había al frente de mis ojos era un castillo de arena a medio hacer. Las mellizas comían hot dogs debajo de un quitasol envueltas en unas toallas.
-¿Han visto a Elio, el niñito que estaba jugando con ustedes?
-Nop –contestaron.
-¿Lo vieron irse a algún lugar?
-Nop.
No seguí perdiendo más tiempo y les pedí que me cuidaran el bolso.
-¡Seguro! Venimos del Bronx –se rieron.
Corrí en dirección al mar hasta quedar con el agua hasta las rodillas. Traté de calmarme pensando que si se hubiera ahogado, alguien se habría dado cuenta. El salvavidas no se movía nunca de su silla. Me devolví a la orilla de la playa gritando una y otra vez el nombre de Elio en medio de la indiferencia de la gente. De golpe, los pies se me enterraron en la arena como en baldes de cemento fresco. Todo se aletargó a mi alrededor hasta perder peso; el ruido de las olas, los gritos de los niños jugando a lo lejos, las gaviotas picoteando comida en los tarros de basura. Tuve que ponerme en cuclillas para no caerme.
Minutos más tarde, el sonido de los rieles de madera de la montaña rusa me despertó de mi parálisis. Levanté la vista hacia la costanera de la playa y alcancé a distinguir un carro deslizándose a toda velocidad. Elio había insistido todo el día en subirse. Sin pensarlo más, me precipité hacia los juegos. Llegué al parque de diversiones entera transpirada.
Me acerqué al boletero, un hombre gordo prensado en una estrecha polera de marinero.
-No la entiendo, repita-me dijo. Estaba tartamudeando demasiado. Respiré hondo. Me concentré y al fin logré hilar sílaba por sílaba -. ¿Cree que soy tonto? Los niños de esa edad no pueden entrar a menos de que estén acompañados.
Me cubrí los ojos con la mano y revisé cada carro.
-No está...-pensé en voz alta.
-¿Vio?-me dijo el boletero con orgullo.
Me devolví a la playa, derrotada, rogando encontrar a Elio desnudo frente a su castillo de arena. Entonces otra visión recubrió bruscamente mi esperanza. La sombra del anciano del sombrero proyectándose sobre el cemento. Desaceleré el paso, y por primera vez pensé que algo muy malo le había pasado a Elio. Mientras caminaba con mi culpa a cuestas, sentí que la arena ya no me quemaba las plantas de los pies.
Las mellizas ahora comían sandía y me miraban con ojos curiosos. Una creía que Elio se había ido hacia la izquierda; la otra, hacia la derecha. Saqué el celular de mi bolso y marqué el 911. “Hola ¿cómo lo puedo ayudar?”, repitió alguien al otro lado de la línea. “Ssi”, murmuré apenas. No podía despegar la lengua del paladar. Colgué. Tomé un sorbo de agua. Volví a marcar.
-¿Sabe cuantos niños desaparecen diariamente en Nueva York?
Sentí una mano helada sobre el hombro. Dejé caer el celular. Me di vueltas lentamente. A contraluz apareció la silueta del desconocido del sombrero. A su lado había otra figura pequeña.
-¡Elio!-grité.
-Oui-susurró apenas desde la oscuridad. Lo giré hacia el sol para verle la cara. Al abrazarlo, una lágrima se despegó de mi ojo izquierdo. Sabía perfectamente cuándo había aprendido a llorar por un solo ojo. El día en que enterré mi osito en la arena y luego ya no lo pude encontrar.
-¿Dónde estabas? –levanté la vista. El extraño se balanceaba sobre sus pies, con cierta satisfacción.
-Caminando. El es mi amigo.
Rápidamente lo vestí, le pasé un jugo de manzana, le grité que nunca más se fuera a ninguna parte sin antes avisarme y lo dejé sentado unos minutos en nuestras toallas mientras hablaba con “su amigo”.
-Estaba a punto de llamar a la policía para que sepa-disparé sin tapujos.
-Nunca marque el 911 en caso de emergencias-contestó inalterable-. Contacte directamente a la policía local. La oficina de Coney Island es, déjeme ver, en mis tiempos era –sacó un cuadernito negro diminuto del bolsillo de su camisa y lo hojeó-. Perder de vista a un niño en esta playa es más peligroso que hacerlo en la mitad de Times Square-me clavó sus pupilas y sus labios se extendieron en una semisonrisa- ¿Qué diría Henry Rocamadour si además de su mujer desaparece su hijo? Acá está el número, ¿tiene lápiz?
-¿Quién es usted?
-No me gusta hablar parado, permiso-se disculpó sentándose en la arena. Luego me tendió la mano- Detective Maretti, mucho gusto.
-¿Detective, dijo? –reaccioné confundida.
-Quiero jugar –se quejó Elio.
-Quédate tranquilo un rato.
-¿Por qué? –insistió.
-¡Elio me hiciste pasar un gran susto!-levanté la voz.
-Déjelo -susurró el detective o quien fuera ese hombre-. No le va pasar nada. Los peligros se presentan, como máximo, una vez al día.
Al reconocer a Elio, las mellizas que venían saliendo del mar, se acercaron a él y lo abrazaron. “Dónde estabas tú niño malo”, le empezaron a hacer cosquillas. Les pedí que no se movieran de nuestras toallas y ellas asintieron amablemente.
-Lindas niñas –comentó Maretti.
-Ya no sé lo que es lindo y feo, bueno o malo en este lugar.
-Es normal, está estresada. Beba agua -todavía sentía mi cara caliente, pero la adrenalina de los minutos anteriores había desaparecido dando lugar a un intenso cansancio. Sin despegar la vista de Elio le hice caso al viejo y me llevé la botella de agua a la boca-. Antes de presentarme más en profundidad, querrá saber dónde se había metido esta criatura-sugirió.
-Claro, usted parece saberlo mejor que nadie.
-Caminaba en dirección a esas rocas-indicó un roquerío al final de la playa-. Estaba buscando a su mamá. Me contó que usted le había dicho que habían quedado de verse acá. ¿Es cierto?
Me sentí tan culpable como tonta.
-No. O sea, sí.
-Ya veo, lo inventó. Está bien, señorita Blanchet, pero en su calidad de babysitter debería saber que los niños suelen creerle demasiado a los adultos, especialmente si tienen buen corazón. Y usted parece tenerlo.
-¿Cómo sabe mi nombre?
El Detective Maretti se despejó la garganta. Me di cuenta que sus dientes tambaleaban al toser.
-Es mi trabajo.
-¿Espiar gente...?
-Tres meses atrás fui contratado por Henry Rocamadour para averiguar el paradero de su mujer, Marianne Debord y de su amante, un inglés de apellido judío llamado Cyril Ross. Supongo que usted también está al tanto de esta historia.
-Algo sé –me hice la desentendida.
-No me mire así...No soy un maldito policía ni un agente del FBI. Soy el director de una agencia especializada, Missing people, unsolved misteries. Tomamos casos que justamente ellos, los agentes federales, desechan porque están más preocupados de los vivos que de los “muertos en vida”.
Tragué un cúmulo de saliva. Súbitamente reconocí al mismo anciano que leía el diario en la heladería de Chinatown y una noche me había seguido en metro hasta Greenpoint...

2 Comments:

Anonymous Anonymous said...

está increíble el suspenso. lo peor es un niño perdido....

4:37 PM  
Anonymous Anonymous said...

muy bueno!!!!!!

Soy Fan de Agatha Noir.
No quiero que se acabe, aunque lo que mas me gustaría sería verlo publicado de corrido para poder leerlo de una vez.

Nos Vemos

Titi

11:41 AM  

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