Wednesday, August 30, 2006


AGATA NOIR

Hace poco un gran escritor chileno, Carlos Tromben me ofreció el único trabajo decente que he tenido este verano: escribir un cuento policial. Mi ausencia se debe un poco a eso. Creo que el suspenso sólo funciona por cucharadas. Acá van las primeras páginas de mi cuento, aún sin título.

De esta ciudad no sales igual a cómo entraste.
Luego de pronunciar estas palabras el detective Maretti empinó su vaso de negroni y cerró los ojos. Ya era la cuarta vez que repetía el mismo ritual. Hablaba, tomaba un sorbo de su trago, y descansaba. Mientras tanto yo jugaba a doblar una servilleta y me preguntaba si este hombre canoso, de contextura frágil y dientes postizos no sería el gurú que secretamente había estado buscando desde mi llegada a Nueva York.
Las circunstancias que nos ligaban, sin embargo no eran precisamente “espirituales”: había una muerte de por medio, un verano sofocante de 47 grados y el pequeño Elio, diciéndome please don’t go!
Cuando Maretti volvió a clavarme sus pupilas, no tuvo que decirme nada más para convencerme.
Salimos de Giando, el restaurant a orillas del East River donde me había citado, olvidando que afuera aún era de día. Al verme encandilada por la luz, me pasó gentilmente su sombrero y me dijo que se lo devolviera en la agencia.
-¿A qué hora empiezo a trabajar? –le pregunté.
-Llegue cuando se sienta despierta-murmuró con su acento italo-americano-, no me importa la hora. Y váyase cuando se sienta cansada, tampoco me importa la hora.
Mi último trabajo “profesional” había sido en una corporación farmacéutica de midtown. Traducía al español, francés e italiano instrucciones sobre remedios que nadie lee y se van directamente al tacho de la basura. Tipiaba cosas como “si usted está embarazada absténgase de tomar esta cápsula”, y al mismo tiempo postulaba a un puesto de interprete en Naciones Unidas que ya me habían rechazado otras veces (“La señorita Blanchet domina perfectamente los idiomas, pero tartamudea severamente en los auditorios”)
Luego de renunciar a la corporación farmacéutica, pasé dos meses encerrada en mi nuevo departamento en Greenpoint, un barrio polaco, más barato y popular que la vecina Williamsburg. Corregía tesis de estudiantes extranjeros con buen dominio (pero no excelente) del inglés. Me pagaban cash, casi siempre en cuotas y rara vez a tiempo. No me importaba. Al menos, oxigenaba mi cerebro leyendo tratados sobre la deshielamiento de la Antártica, la masacre de los Cataros del siglo XII o poetas musulmanes gays en exilio. Me alimentaba de alfalfa, pieroggi y un sauvignon blanco neocelandés de 5 dólares y en vez de comprarme discos, escuchaba una radio online gratis todo el día. Sin embargo, bastaba que pisara Manhattan, para darme cuenta de que era pobre. En pleno agosto ni siquiera podía darme el lujo de tener ese aire acondicionado que necesitaba para trabajar. Sabía cómo ganar dinero rápido en Nueva York. En cuatro años había sido mesera, pintora de interiores, cuidadora de perros y baby sitter, una etapa superada a la que sin embargo recaía de vez en cuando. A veces era el aquiler. Otras sólo las ganas de elevar mi poder de consumo; más vinilos en mi colección, un sale de HyM, un despilfarro de comida gourmet. Ahora el aire acondicionado. Hacían 47 grados y la ciudad se declaraba en emergencia. Recomendaban tomar cuatro litros de agua al día. No moverse entre la 1 y las 4 de la tarde. No exageraban: bastaba que tecleara en el computador para sentir que venía de correr una maratón. Dejé reposando mi torre de tesis pendientes y revisé los anuncios de ofertas de trabajos del sitio web craiglist .
Sin dudarlo, anoté el número de Elio Rocamadour, un niño de 4 años que buscaba urgentemente una babysitter por dos semanas. Elio tenía tres cosas a su favor: era francés, vivía en Chinatown y pagaban 12 dólares la hora. Aunque mis anteriores babysitting a niños americanos me reportaban hasta el doble de dinero, no soportaba tener que ponerme guantes de plásticos para echarle un pedazo de jamón a un sándwich, o fumar a escondidas de esas madres del Upper East side que luego me descueraban a la hora del happy hour con sus amigas (pero terminaban perdonándome porque hablaba cinco idiomas y parecía una chica bien). Llamé. Me dieron un día de prueba. Con tres jornadas de trabajo, calculé, me alcanzaba para el aire acondicionado y algo más.

Wednesday, August 09, 2006

AMERICA (segunda parte)



Cuando desperté la pista de baile estaba desierta y yo pensé que ya no estaba en América. Flotaban o creí ver flotando challas en al aire. Lo que quedaba de una celebración (¿la sombra de Elvis?) respiraba invisible en algún rincón del bar – algo que no podía identificar con la realidad ni con un sueño y cuya esencia me era tan desconocida que por un segundo temí no poder volver nunca más al lugar desde donde había venido- y mis pies se movieron solos, conscientes de una sola cosa: tenía que encontrar un lugar donde pasar la noche.
Caminé hasta el muelle para tomarme el último ferry a Pachanka. No, no recorrería la isla de Fire Island en lancha-taxi hasta, arriesgándome a que todas las piezas estuvieran sold out. Sold out es un manierismo americano que te condena diciéndote que no hay hueco para ti, que estás excluido, y que el mundo puede seguir vendiéndose sin tu aporte. Cada vez que me lo decían, yo me acordaba de un viejito judío, dueño de un hotel de mala muerte en Paris, que me abrió su puerta una noche de lluvia en que yo sabía que mi vida se descascaraba sin que tuviera control sobre eso. Su hotel estaba lleno, pero ofreció alojarme en el sillón de la recepción. Paris la misericordiosa con las almas en pena, Nueva York la castigadora.
El trayecto en el ferry fue oscuro y silencioso. Cuando pisé tierra firme, espanté mi confusión pensando en términos prácticos. Tenía dos opciones: devolverme a Brooklyn y asumir el fracaso de mi paseo a la playa o buscar un motel en las cercanías.
-You don’t want go to a motel –me dijo una señora que olía a tomate y vodka, o a todos los bloody merris que se había tomado en su vida. Era la dueña de un diner y se tambaleaba en sus tacos mientras la clientela del lugar devoraba anillos apanados de calamari y miraba el noticiero en una tele. Otra mujer había sido violada y asesinada en la carretera entre Long Island y Manhattan. Habían encontrado su cuerpo envuelto en cinta autoadhesiva.
-Ok. ¿Entonces qué hago? –susurré como si me encontrara en una confesionario.
-Bueno, yo que usted me tomo el último tren a la ciudad.
Sin esperar mi respuesta, rápidamente llamó un taxi para que me llevara a la estación. La taxista era una mujer obesa que apenas cabía en su asiento. Le volví a preguntar si conocía algún motel en las cercanías y con voz infantil soltó una risita antes de responderme: es más probable salir muerta de un motel de Long Island que viva.
Una vez en el tren, todo parecía mejor y me alegré de llevar un chaleco en mi bolso. Quería protegerme de otra amenaza típicamente local, el exceso de aire acondicionado y de paso, sacar de mi vista las cientos de picaduras de zancudos que me cubrían la piel.
De regreso a mi casa pasé a comprarme un slice de pizza en Anamaría, encendí todos los ventiladores y me quedé dormida leyendo con un pedazo de margarita en la boca.
Un par de días después anuncian que harán 47 grados de calor. La ciudad se declara en emergencia. Parto, esta vez por el día, a Jones Beach otra vez, en Long Island. Me baño como una niña, disfruto de picnic como una niña, le doy de comer a las gaviotas como una niña. Todo parece normal hasta que en el bus de vueltas a la estación de trenes, nos quedamos atascados en la carretera. Me asomo por la ventana del chofer. Le pregunto qué pasa. Me dice que si acaso no lo deduzco con mis ojos. Hay un auto en llamas. Puedo ver las llamas iluminadas por el sol de la tarde. Recuerdo una canción de Daft Punk, “Burning”. El auto se calcina hasta convertirse en un esqueleto y alguien grita que nos hagamos a un lado porque éste puede explotar. Llega la policía. Antes de que el armazón del auto reviente, los bomberos alcanzan a apagar el fuego. Decido no salir de Brooklyn hasta que caiga el primer copo de nieve.