Monday, April 17, 2006


ESTOY ACA!

Mi mamá alega de que paso todo el día chateando con mis amigos de Nueva York y leyendo Village Voice online, y es como si no estuviera acá. La mujer acaba de descubrir el cosmos virtual –así le llama a Internet- y cree que su mente viaja a Japón si revisa más de quince minutos una página web sobre los templos budistas zen.

Claro que estoy acá, le contesto diciéndole que por favor no sobrevalore el poder de su nuevo computador. Por mucho que pueda evadirme averiguando qué película acaban de estrenar en Cinema Village, o si mi gato Kirun ha vuelto a perder su collar en sus paseos por los techos de Williamsburg, no le puedo hacer el quite al hecho irrefutable de que me encuentro en Santiago de Chile.

Sé que estoy acá cuando alguien me cita a las cuatro de la tarde para discutir un asunto laboral y llega a eso de las cinco; cuando mis amigas conversan del segundo hijo que acaban de tener (¡y ahí se cierra la fábrica!); cuando en la esquina derrumban una casa antigua para poner un local de Farmacias Ahumada; cuando enciendo la tv y me encuentro con personas que conozco (un poco más enajenados o como diría mi amiga Jane, full of themselves); cuando todo el mundo habla de una sola película (La sagrada familia, una película meteorito, de esas que golpean por donde caiga) y de una sola mujer (la presidenta Michelle Bachelet). Cada uno de estos puntos merecería ser desarrollado aparte para imprimir un comprobante de que sí estoy acá.

Ha pasado una semana desde que llegué a Santiago y podría escribir una guía práctica para el chileno retornado. No coman pescado en el muy frenchy Le Fournil, que está a punto de convertirse en la cadena gourmet más importante del país. Por culpa de una reineta casi termino deshidratada. Sí pidan a ojos cerrados cualquier animal de la carta de cualquier Liguria, que ya es como una marca registrada de comida casera chilena donde todo el mundo come y bebe como si estuviera en una picada de Buenos Aires.

No tomen la autopista pagada que cruza debajo o al lado del río Mapocho, prefieran en cambio la clásica Costanera que ahora pasa semidesierta. Mujeres, no se suban solas a ningún taxis después de medianoche porque a mí ya me asaltó un taxista que andaba en pasta base (me cobró diez lucas siendo que eran cinco y cuando me negué a pagarle me amenazó bloqueando los pestillos de la puerta, uhiii) y prefieran gastar una suma extra en radiotaxis. En el día esperen pacientemente las nuevas micros verdes del Plan Transantiago y olvídense de esos catarros amarillos que harían saltar hasta a un Ipod. Por último, no crean que el aire está bueno cuando no hay “alerta ambiental” y siempre lleven su inhalador en la mochila (en mi primer ataque de tos, lo eché de menos).

Mis amigos me dicen que soy una neurótica. Que me agringué. Pero yo siempre fui igual y mi relación con Santiago se basa en esta tensión natural que me hace odiarla a pesar de que la amo, y amarla a pesar de la odio.

¿Cómo no va ser bueno que en semana santa la gente haya corrido a ver al cine La Sagrada Familia en vez de boicotearla? Hasta echo de menos esos tipos de Fiducia que se vestían con capucha y aprovechaban los semáforos rojos para decirte que los valores católicos estaban en peligro. Ahora está lleno de evangélicos y agnósticos. Mi mamá que se declaraba socialista y cristiana ahora anda vestida con una túnica blanca citando a unos maestros za zen y a los tipos que inventaron Google. Pero esa es otra historia.

Tuesday, April 04, 2006


ME QUEDO CON LA CARRETILLA


En Santiago incluso las moscas se arrastran por el suelo en vez de volar. No sé si esto lo soñé en el avión o lo pensé en la cocina del departamento de mi mamá, mientras esta mañana me tomaba un Nescafé y veía una mosca caminar alrededor de mi taza. Traté de espantarla varias veces, pero ella seguía con sus patas pegadas a la mesa. Después me di cuenta que tenía los ojos clavados en el nuevo matinal de tvn.

Cada vez que llego a Chile tengo la impresión de estar en una realidad paralela. El tiempo es más lento y la luz más difusa. Todo me parece sacado de una alucinación, tantos esas carretillas que avanzan entre las micros en la mitad de la Alameda, como el letrero verde de un Starbucks café que se abrió en Vitacura.

Una vez casi fui atropellada por un caballo en el centro de Santiago. El campesino frenó con sus riendas y me gritó: ¡Aguaite señorita! Eran los años 80s. Ahora, me llaman mis primas y me dicen que nos juntemos en el Starbucks café a celebrar mi llegada. Antes de que alcance a decirles que rara vez piso esa cadena fast coffee en Nueva York, me dicen: ¡Viste cómo estamos globalizados! Mi cerebro se encoge y tarda unos segundos en darme una señal. “Ok”, ya entendí: Acá en Chile estar globalizados es algo “bueno”. En mi barrio de Brooklyn, si llegara a instalarse uno, sería la señal inequívoca del comienzo de la decadencia.

Un Starbucks café en la mitad de Vitacura, no te hace pensar que el mundo es un solo, sino que es múltiple y amorfo. En vez de homogeneizar las ciudades, marca aún más sus diferencias. El café huele igual, pero el sabor es distinto. El sabor de las cosas lo da lo que las rodea y en este caso, el paisaje es lo suficientemente hibrido como para sentirse en una estación satelital de Marte. Me pasó lo mismo cuando pasé al frente de una reproducción de la Torre D’Eiffel en las Vegas. Había algo familiar y falso que me produjo una mezcla de calor y frío en el cuerpo.
Después terminé yendo a un bar de oxigeno, tal vez lo único auténtico de Las Vegas. Pasé media hora con una máscara de H20 en las narices, oxigenando mi cerebro. Pensé en Roland Barthes y su teoría sobre los significantes y significados. Pensé en las sucursales de todas estas multinacionales que sirven de experimentos semiológicos: Santiago, Taiwán, Bombay.

Luego de despedirme de mis primas, bajé al centro en búsqueda de oxigeno.

Cuando al fin me crucé con una carretilla supe que estaba en casa.